¡Palito bombón heladooo!

Una de las cosas lindas del asfixiante verano porteño es que implícitamente es temporada de helado, porque a pesar que durante todo el año podamos tomarlo, es en verano cuando se vuelve necesario, aunque realmente no nos quite mágicamente el calor.

La historia del helado como lo conocemos hoy tiene muchas variantes y muchas son mentiras románticas. Pero sus ancestros, mezclas de hielo, jugo de frutas y miel se los debemos a los emperadores chinos de la antigüedad. Mientras Cleopatra enamoraba al César, los señores de la China disfrutaban en el verano de hielos saborizados con frutas. También le agregaron leche de cabra, oveja o buey, aunque dudo que estas mezclas puedan enamorar al paladar criollo.

De las aventuras orientales bajando hielo de la cima de las montañas para hacer estos postres, nace la historia romántica de Marco Polo viajando a Europa con estas recetas, siendo el nuevamente el embajador de la cocina oriental. Al parecer el viajero italiano nos regaló un menú completo, desde pastas hasta postre si creemos los cuentos. De esta manera, Catalina de Medici conoció el helado y cuando llego a Francia paso a sus cocineros reales las recetas y así la corte más elegante del mundo lo conoció. 

Pero… ¡Mentiras! A quien debemos entonces estos placeres veraniegos es a los árabes.  Además de las empanadas, les debemos a ellos haber llevado a los abuelos de los helados de visita a Sicilia en sus intentos de poner pie firme en Europa.

De ahí Europa conoció el helado, y fue el cocinero francés del rey Carlos I de Inglaterra alrededor del 1620 quien mezcló por primera vez el hielo con crema, frutas y magia… y así nació el helado que conocemos hoy. Carlos I quedó en la historia como el único rey inglés a quien sus súbditos ejecutaron, y pensando en que hizo jurar al cocinero que solo serviría este manjar en las mesas reales, comenzamos a entender el porqué.

Para la época en que nacíamos como país ya disfrutábamos de raspadillas, granitas y cremoladas, aunque la logística hacía que solo se pudieran conseguir en las provincias cordilleranas o las sierras de Córdoba. No es una misión sencilla bajar hielo de las cumbres y conseguir que llegue a tiempo sin perderlo por el camino gracias al verano. Luego de correr por la vida del hielo, quienes lo transportaban lo almacenaban en pozos profundos cubiertos de paja para conservarlo del calor.

En nuestra Buenos Aires, las tormentas veraniegas que traían granizo era motivo de festejo en esa época, y no para los sacabollos. En ese tiempo, se juntaba el granizo, luego se lo pasaba por una máquina manual que lo trituraba y al mismo tiempo lo mezclaba con frutas, así se hacían las granitas, la versión porteña del helado en esa época.

Recién en 1824 un inmigrante genovés llamado Capriles comenzó a importar barras de hielo de los Alpes, y así Buenos Aires obtuvo un suministro ilimitado de hielo y comenzó a popularizarse el helado.  El consumo de hielo se disparó de tal manera que el mismísimo Teatro Colón contaba con su propio almacén de hielo con una capacidad de mil toneladas, que luego vendía a cafés y restaurantes.

Teníamos el hielo, pero no el conocimiento y este también vino de la mano de italianos, en la primera década del siglo XX nacieron en Buenos Aires las primeras dos heladerías, ambas fundadas por sicilianos.

Desde entonces, al helado de fernet o yerba mate hay un camino largo lleno de experimentos. Pero hoy sabemos que al grito de palito bombón helado, o por el celular, podemos conseguir heladitos sin esperar al granizo, y los únicos dichosos con él son los sacabollos.

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